La mujer que dejó a Picasso

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«Soy la única mujer que dejó a Picasso, la única que no se sacrificó al monstruo sagrado -declara Françoise Gilot, con una sonrisa desenfadada y desafiante-. Soy la única que aún está viva para contarlo. Después de todo, mire lo que les ocurrió a las otras -continúa, con sus cejas circunflejas enarcadas-. Tanto Marie-Thérèse como Jacqueline se suicidaron [la primera se ahorcó; la segunda se pegó un tiro], Olga se volvió histérica y casi loca. Dora Maar enloqueció.»

Françoise Gilot, la esbelta belleza que a los 24 aí±os Picasso inmortalizó como La Femme-Fleur , tiene ahora casi 90. Retrepada en una silla de salón Luis XV, en su departamento neoyorquino lleno de obras de arte, su diminuta figura irradia fuerza. Mientras habla, con un seductor acento francés, sus manos -de uí±as pintadas de un rosa brillante- gesticulan con elegancia. Gilot sigue siendo la mujer enérgica, de inteligencia aguda y espí­ritu independiente que compartió una década apasionada con Picasso, desde 1943 hasta 1953.
Cuando se conocieron, ella tení­a 21 aí±os y era una novata estudiante de derecho, artista y escritora. Picasso tení­a 61 y era el ardiente espaí±ol celebrado como el genio modernista que reinaba en calidad del artista que más vendí­a en el mundo. Gilot le dio dos hijos notables: Claude y Paloma Picasso.
«Pablo era una persona maravillosa para estar con él? era como fuegos de artificio -recuerda Gilot-. Asombrosamente creativo, tan inteligente y seductor? Si estaba de humor para fascinar, era capaz de hechizar hasta a las piedras. Pero también era muy cruel, sádico y despiadado con los demás y consigo mismo. Todo debí­a ser como él decí­a. Una estaba allí­ a disposición de él: él no estaba a disposición de nadie. Pablo creí­a que era Dios, pero no era Dios? ¡y eso lo irritaba! Fue el amor más grande de mi vida, pero habí­a que tomar medidas para protegerse. Yo lo hice: me fui antes de terminar destruida. Las otras no lo hicieron, se aferraron al poderoso minotauro y pagaron un precio muy alto.»
Cuando se marchó con sus hijos, en 1953, Picasso le advirtió: «Nadie deja a un hombre como yo». Gilot y sus hijos también pagarí­an un precio muy alto. En 1964, Gilot publicó La vida con Picasso , un estudio de aguda percepción sobre cómo este artista perpetuamente inventivo metamorfoseaba las ideas en obras de arte, y sobre su volcánica energí­a, su espí­ritu travieso y su lado oscuro, siempre al acecho. Gilot también describió a Picasso como un «Barba Azul» y habló de sus constantes enredos con su sucesión de esposas/amantes/musas/modelos. El libro enfureció tanto al reservado Picasso que para castigar a Gilot cortó todo contacto con ella, Claude y Paloma, y se negó a verlos o hablarles hasta que murió, a los 91 aí±os, en 1973.

Durante varios dí­as, Gilot habló conmigo con sorprendente candor sobre Picasso y sobre los demás integrantes de «la tribu Picasso», sus otras mujeres e hijos. «Le estoy contando cosas que nunca antes dije abiertamente, pero ahora sólo me queda tiempo para la verdad», me advirtió. Sin embargo, hizo falta todo un proceso para llegar a ese punto. El disparador fue una invitación a escribir sobre una exhibición importante, Picasso: Masterpieces from the Musée National Picasso , que viene a la Art Gallery de Nuevo Gales del Sur en el mes de noviembre. Si habí­a alguien a quien yo querí­a entrevistar, era a Gilot. ¡Imposible!, me dijeron.
Así­ que rastreé a John Richardson, ahora dedicado a compilar el cuarto volumen de su magistral biografí­a de Picasso, y él fue quien me sugirió que le escribiera a Gilot. Como mi carta no recibió respuesta, me arriesgué a llamarla por teléfono. Ella me informó en tono altivo que se niega a todos los pedidos de entrevistas: «Es un desperdicio de mi precioso tiempo. Picasso fue una parte importante de mi pasado, pero yo no vivo en el pasado. Tengo la mente puesta en mi propia obra y pinto todos los dí­as», replicó. Cuando ella estaba a punto de colgar, le mencioné que recordaba que habí­a hablado en el Festival de la Semana de Escritores de Adelaida, en 1984. «Ah, sí­? me gustó Australia. Además la pintura aborigen de ustedes me resultó tan interesante, porque es como un encuentro, de origen tan antiguo pero muchas obras se ven tan contemporáneas.» Esto entreabrió una puerta para la conversación que, sorprendentemente, duró toda la hora siguiente, y luego vino la concesión: podrí­a aceptar una entrevista si le enviaba por fax una lista de nuevas preguntas.

«Me niego a hablar de cualquier cosa que haya escrito o dicho antes: eso es una pérdida de mi tiempo. A mi edad, puedo mostrarme displicente con esa clase de cosas», advirtió. Le dije que la entendí­a y que podí­a ser directa con los australianos. «Pero soy francesa, y también soy directa», respondió, riéndose. Cuando le mandé las preguntas por fax, me sentí­a como si estuviera rindiendo un examen. A la una y media de la madrugada sonó mi teléfono: «Soy Françoise, okay, puede verme en Nueva York, durante dos horas. Pero nada de fotógrafos».

No sé bien si el portero anunciará «Madame dice oui » o «non» cuando llego al gracioso y antiguo edificio de departamentos donde vive Gilot, cerca de Central Park. Es oui (alivio) y un amigable pero cauto bonjour a las diez de la maí±ana, cuando ella abre la puerta y me guí­a a través de sus grandes habitaciones de techo alto, revestidas de libros y en general, de sus propias y coloridas pinturas abstractas, y una obra favorita de Georges Braque. Ningún Picasso.

«Sólo tuve un único Picasso, La Femme-Fleur , pero lo vendí­ hace aí±os, porque sentí­ que me traí­a mala suerte -comenta Gilot sin que se lo pregunte-. Nunca acepté más pinturas, porque Picasso hubiera dicho: ?¡Ah, ya ves, eres igual que todas las otras!’. Así­ que no acepté nada, seguí­ siendo independiente. Además, sabí­a que si una le aceptaba cosas a Picasso, quedaba en deuda con él y habí­a que pagarla de otra manera. í‰l querí­a que yo fuera sumisa, como las otras mujeres, pero nunca fui sumisa.»

Educada para ser abogada, una confiada hija única de una familia de la alta burguesí­a, Gilot le aclaró a Picasso que no querí­a que la pintara. «No querí­a hacerme famosa como ?el perí­odo Gilot’ -dice- después de los perí­odos Fernande/Eva/Olga/Marie-Thérèse/Dora Maar. Sabí­a que la manera de Picasso de eliminar una mujer tras otra era pintar sus retratos», agrega con una risa musical. De hecho, Picasso pintaba retratos despiadados cuando una mujer perdí­a su favor: por ejemplo, Olga con dientes de navaja, vagina con filo de sierra, cuerpo retorcido, mientras en el fondo se cierne una seductora imagen de su reemplazante de 17 aí±os, Marie-Thérèse.

«La tragedia de esas otras mujeres -explica Gilot- es que les complací­a que el famoso Picasso las pintara todo el tiempo, porque eso las hací­a sentirse importantes. Se sentí­an halagadas, pero estaban atrapadas y viví­an a través de él. Pero como yo también soy pintora, ¡creo que eso es una estupidez! Como sabemos perfectamente todos los artistas, aunque Picasso estaba pintando el retrato de una mujer, siempre se trataba de su propio autorretrato. Todas las pinturas de Picasso son un diario de su vida.»

La Femme-Fleur floreció después de que Picasso llevó a su nueva relación amorosa a visitar a su viejo amigo Matisse. «Le gusté a Matisse, quien anunció: ?Voy a hacer un retrato de Françoise, su cuerpo será azul pálido y su cabello verde hoja’ -recuerda Gilot-. Cuando nos fuimos, Picasso estaba indignado. Sólo habí­a hecho dibujos de mí­, y ahora dijo que él me pintarí­a primero. Mi retrato se convirtió en la mujer-flor, con rostro azul pálido y cabello semejante a una hoja.»

Muy pronto resulta claro: el exquisito dilema de Gilot es que la enorgullece y al mismo tiempo la irrita que la definan como una de las mujeres de Picasso. Insiste en que es una persona por derecho propio y enumera detalladamente su larga carrera artí­stica con justificado orgullo. Un ingenio agudo y el sentido del humor animan su conversación; sin embargo, se irrita fácilmente si una se mete en el sitio inadecuado, y no vacila en hacerlo saber.

Pero una vez que alguien forma parte de la leyenda de Picasso, se queda allí­, y su mente ágil parece disfrutar analizando sus aí±os con Picasso como una festividad histórica, y también examinando las paradojas del genio de Picasso.

«Mi relación con Picasso fue un romance de época de guerra, las circunstancias extremas nos unieron de una manera que nunca se hubiera dado en épocas de paz -admite con franqueza-. Era la Segunda Guerra Mundial, en el Parí­s ocupado por los alemanes, una época de gran peligro y desastre absoluto. Picasso era un héroe para mi generación: habí­a pintado Guernica y era un sí­mbolo de resistencia contra el fascismo y el régimen de Franco. Implicaba gran coraje de su parte quedarse en Parí­s en vez de escapar a América. En cualquier momento podí­an arrestarlo, pero ésa era su manera de decirle no a la opresión. Varios miembros de mi familia estaban en la Resistencia, y los mataron. A mí­ me habí­an arrestado en una manifestación estudiantil y mi existencia también era precaria. Los alemanes odiaban a los estudiantes de derecho, así­ que yo habí­a cambiado la abogací­a por mi verdadera pasión: el arte. Todos podí­amos morir maí±ana: eso me volvió intrépida. Conocí­a la reputación de Picasso con las mujeres, y sabí­a que irme a vivir con él podí­a ser una catástrofe? pero decidí­ que se trataba de una catástrofe que no querí­a perderme.»

Muy pronto ya estaba alternando con el cí­rculo habitual de artistas y escritores amigos de Picasso: Braque, Léger, Miró, Giacometti, Cocteau, Colette, Gertrude Stein y Alice B. Toklas, el poeta Paul í‰luard. Picasso, que tení­a una veta sádica, le pidió a Gilot que leyera las obras de marqués de Sade, tal como se lo pedí­a a todas sus mujeres, pero ella se negó de plano: «Le dije a Pablo que la crueldad del marqués de Sade estaba por todas partes en esa guerra, y que no necesitaba leer más de eso», dice. Y agrega, con tono hosco: «Muchas mujeres muy femeninas tienen una faceta masoquista, así­ que a Picasso le resultó perfecto con las mujeres que me precedieron?el sádico con la masoquista. Pero yo no era masoquista ni sádica? simplemente, no jugaba ese juego».

Sonriendo una vez más, Gilot recuerda que en sus largas y animadas conversaciones con Picasso, con frecuencia él le preguntaba: «¿Por qué siempre me contradices?». «Le contesté: ?Debe de ser porque tenemos un diálogo, no un monólogo. Todo el mundo te dice siempre que sí­, como la corte que rodea a un rey, así­ que a mí­ me toca decir no’. Eso le gustó. Cuando todo el mundo te dice que sí­, posiblemente te sientas poderoso, pero también te sientes muy solo. Yo me di cuenta de que Pablo era una figura muy solitaria.»

A Gilot la asombró mucho descubrir que el magistral artista habí­a engaí±ado a todos para que creyeran que su confianza en sí­ mismo era suprema. Sí­, Picasso sabí­a que en unas pocas horas en su estudio podí­a hacer cualquier cosa que quisiera, dice Gilot. Pero al mismo tiempo, también padecí­a una ansiedad suprema, porque querí­a encontrar una nueva verdad, un nuevo camino en el arte. Como artista joven, a ella le pareció maravilloso que alguien que habí­a creado una obra maestra tras otra aún padeciera esa inquietud. «Picasso siempre se sentí­a solo, en peligro; nadie comprendió eso -cuenta Gilot-. Me dijo que yo tení­a una clase especial de sabidurí­a y de equilibrio que lo tranquilizaba, y yo creí­ que podí­a ayudarlo.»

Su rutina diaria era que Picasso se despertaba tarde, alrededor de las diez de la maí±ana, de talante pesimista. «Pablo solí­a quejarse de que la vida era insoportable: para qué tení­a que levantarse, no tení­a sentido intentar pintar nada -relata Gilot-. Yo lo convencí­a de que después de todo las cosas no eran tan malas, porque seguramente hoy pintarí­a algo maravilloso. Vení­an de visita algunos amigos, Pablo ganaba alguna discusión, recargaba sus baterí­as, volví­a a convertirse en rey. Finalmente, alrededor de la una de la tarde empezaba a trabajar en su estudio, de buen humor.»

Picasso trabajaba hasta las diez de la noche -siempre en silencio, sin música, sin asistentes- y entonces paraba para cenar. Fumaba 40 cigarrillos por dí­a, pero nunca bebió. Podí­a volver a trabajar y se iba a la cama a las dos de la maí±ana. Al dí­a siguiente, repetí­a la misma rutina. «Era agotador -recuerda Gilot- pero toda mi vida aumenté mi nivel de autoexigencia. Era una jinete experta? ¡así­ que verdaderamente tení­a buen equilibrio!»

Las dos horas que me habí­a asignado se estiraron a tres, luego Gilot amablemente me invitó a quedarme a almorzar. Se dirige al comedor con la espalda tan erguida como si todaví­a estuviera adiestrándose en su caballo, en el Bois de Boulogne. La mesa está tendida formalmente, con un mantel de hilo francés y platerí­a de época, y Anna Maria, su jovial criada, ataviada con un uniforme azul, nos sirve un centelleante salmón ahumado, huevos y ensalada de palta con vino blanco. Durante el almuerzo, Gilot habla, casi siempre con empatí­a y amabilidad, sobre las otras mujeres de Picasso. «Es como las siete esposas de Barba Azul, una sabe que están allí­ colgadas de la pared? ¡y que finalmente también a una le ocurrirá lo mismo!»

Gilot no conoció a la primera pareja duradera de Picasso, Fernande Olivier, la artista y modelo que vivió con él desde 1904 hasta 1912, ni tampoco a su sucesora, Eva Gouel, quien murió de tuberculosis en 1915, pero sí­ conoció a las otras. «Picasso les mentí­a infinitamente a todas -dice- para mantenerlas orbitando a su alrededor, de una manera perversa y posesiva.»

En 1918, Picasso se casó con la bailarina rusa Olga Khokhlova y ambos compartieron diez aí±os cada vez más conflictivos. Picasso pronto empezó a aborrecer la obsesiva escalada social y la creciente neurosis de Olga, pero no podí­a divorciarse dado que el divorcio era ilegal en Espaí±a. Olga lo persiguió hasta el dí­a en que murió, presuntamente demente, en 1955. El hijo de Picasso y Olga, Paulo, nacido en 1921, murió a los 54 aí±os, ví­ctima de un trágico alcoholismo.

«Yo conocí­a bien a Paulo; ambos éramos de la misma edad. Era un encantador joven que sufrió una vida muy difí­cil debido a sus dos padres -dice Gilot-. Picasso nunca quiso que su hijo llegara a nada; lo menospreciaba y lo convirtió en su chofer [Picasso no conducí­a]. Cuando nos mudamos al sur de Francia, Paulo nos llevaba en auto a las corridas de toros, que Picasso adoraba, porque para él la vida era una corrida, una sangrienta lucha con la muerte. Se identificaba con todos los protagonistas de la plaza de toros, incluyendo al toro.»

Rebobinemos hasta 1927, cuando Picasso vio a Marie-Thérèse Walter, de 17 aí±os, comprando un cuello de Peter Pan, y puso su mirada magnética y todo su encanto al servicio de seducirla. «Marie-Thérèse fue la más fí­sica de las relaciones de Pablo -cuenta cándidamente Gilot-. Las pinturas que hizo de ella son extremadamente sensuales, lí­ricas y suaves, en colores pálidos, oceánicos. Siento simpatí­a por ella, porque era tan inocente? no muy inteligente, pasiva, agradable y bella. Ella lo adoraba, no tení­a otra cosa en su vida, y en 1935 dio a luz a la hija de ambos, Maya.»

Pero el afecto de Picasso pronto se marchitó y en 1936 conoció en un café a la fotógrafa surrealista Dora Maar, que clavaba un cuchillo entre sus dedos, sacándose sangre. Picasso se sintió atraí­do por los aspectos perversos y salvajes de Maar, dice Gilot sin tapujos, y agrega: «Ninguna de las otras mujeres de Picasso eran muy inteligentes; provení­an de familias pequeí±oburguesas y no habí­an tenido una buena educación. Dora era la más inteligente; sin embargo, no entendió a Picasso y entró en juegos sádicos con él. Tení­a problemas psicológicos y para 1943 Picasso ya habí­a decidido que estaba completamente loca».

Dora Maar fotografió el Guernica mientras Picasso lo pintaba, y soportó la pesada carga de la furia y el horror del artista ante la guerra y el sufrimiento. Gran parte de esa furia se descargó en las pinturas que hizo de ella: Mujer que llora . En La vida con Picasso , Gilot escribe que en 1943 Picasso le aseguró que sus relaciones con Marie-Thérèse y Dora Maar estaban concluidas, aunque seguí­a haciendo dos vistas semanales a Maya y a su madre. ¿Gilot pensaba que esas visitas eran algo más que paternas?, me atrevo a preguntarle.

Ahora Gilot admite: «Oh, claro, probablemente. Eso era parte de su vida. Yo no lo consideraba una amenaza. Después de todo, ¿qué cambiaba si volví­a a tener relaciones sexuales con Marie-Thérèse otra vez? Era algo que habí­a hecho desde 1927? ¡y ya estábamos en la década de 1950! Mi relación con Pablo era completamente diferente. No estaba celosa de Marie-Thérèse ni de Dora Maar. Las dos aparecí­an en la obra de Picasso, y la mejoraban. Sabí­a que Picasso era como un gran rí­o que arrastraba en su corriente restos y esqueletos. Necesitaba mucho sexo, ese impulso primario era parte de su constitución». Como estamos hablando del tema, me atrevo a preguntar si Picasso era un gran amante. «Sí­, lo era, cuando querí­a», responde, con una risa alegre.

Cuando estaban viviendo en el sur de Francia, recuerda Gilot, Picasso la convenció de tener hijos diciéndole que los unirí­an como pareja y la completarí­an como mujer. «Me preocupé porque Pablo todaví­a estaba legalmente casado con Olga, pero él prometió que siempre amarí­a y cuidarí­a a nuestros hijos», subraya. Claude y Paloma nacieron en 1947 y 1949 respectivamente.

Gilot creí­a que conocí­a mejor a Picasso que el resto de sus mujeres. «Sabí­a que el artista que habí­a pintado Guernica no era ningún angelito -reconoce-. No se podí­an aplicar los mismo valores éticos a un artista muy creativo y a una persona corriente de clase media.» Picasso no podrí­a haber pintado como lo hizo sin experimentar altibajos extremos, en diversos aspectos. Su conducta podí­a llegar a ser muy primitiva. «Pablo tení­a la cruda curiosidad de un nií±o que toma un reloj y lo destruye para ver lo que tiene adentro -asegura Gilot-. Hací­a lo que se le antojaba en cualquier momento, sin pensar en las consecuencias.» La conducta de Picasso se hizo cada vez más injusta y cruel, y la preocupación de Gilot sobre los efectos que eso tendrí­a sobre sus hijos se profundizó.

A Gilot le resultó cada vez más difí­cil mantener una relación familiar en la que, define, «Picasso era un dios, y yo y mis hijos, meros seres humanos». Picasso se habí­a jactado de que gozaba haciendo sufrir a las personas que lo amaban. «Una vez le pegunté a Pablo por qué era tan malo con Sabartés, su leal secretario, que lo veneraba. Picasso respondió: ?Sólo soy malo con la gente que amo. Con la gente que no me importa, soy amable’. Tí­pico de él: lo que hací­a era poner a prueba nuestro afecto. Todos los dí­as tení­a que enzarzarse en algún combate y ganarlo. ¡Picasso era cualquier cosa menos racional!»

Gilot piensa que las pinturas de ella que hizo Picasso durante ese perí­odo son reveladoras. «Pablo pintó una serie de caballeros medievales con armadura, de cinturas finas, a caballo? todos ellos son yo. Se quejaba de que yo nunca me quitaba mi armadura. ¡Sí­, porque no querí­a resultar muerta! También pintó muchas langostas? también son yo, con esa coraza protectora.»

Aunque habí­a entregado completamente su vida a amar y comprender a Picasso, a Gilot le resultó cada vez más claro que él nunca habí­a llegado a conocerla. Cuando Picasso la cortejaba, ella estaba tan arrobada con él que escribió: «Habí­a momentos en que parecí­a una imposibilidad fí­sica respirar si él no estaba presente». Pero ahora anhelaba calidez humana y sabí­a que jamás podrí­a provenir de Picasso. «La idea del amor de Picasso era principalmente fí­sica y posesiva, nada que ver con dar. Al mismo tiempo, su lado bueno era tan inteligente que cuando una estaba con él, escuchando sus ideas y viéndolo pintar, solí­a ser tan asombroso que una sentí­a que era testigo de un milagro. Eso era lo que daba. Si una podí­a apreciarlo, eso era lo que recibí­a de él.»

Ninguna mujer habí­a abandonado nunca a Picasso y él echaba chispas, colmado de incredulidad, cuando Gilot se llevó a Claude, de 6 aí±os, y a Paloma, de 4, a Parí­s, a un departamento que habí­a comprado con una herencia de su abuela. «Yo tení­a dinero y una carrera propia, una familia y un cí­rculo de amigos propio que me ayudarí­an a reconstruir mi vida», explica Gilot. Después, Claude y Paloma pasaron cada vacación escolar con Picasso, que seguí­a viviendo en el sur de Francia.

El rechazado genio de 71 aí±os pronto eligió a una nueva mujer bien dispuesta: la asistente de alfarerí­a Jacqueline Roque, de 27 aí±os, y se casó con ella tras la muerte de Olga. Gilot habla de Jacqueline con absoluto desdén: «Jacqueline era una mujer vací­a, una estúpida pequeí±oburguesa que carecí­a de inteligencia, muy posesiva con Picasso. Pablo estaba feliz porque otra vez tení­a una mujer sumisa, que le decí­a que todo lo que él hací­a era maravilloso y que nunca lo criticaba». Y agrega, con tono desafiante: «Los mejores aí±os de la pintura de Pablo ya habí­an terminado cuando conoció a Jacqueline. Antes, con frecuencia habí­a pintado imágenes eróticas, pero nunca pornográficas, y ahora empezó a poner vaginas y anos en cada pintura».

Gozando perversamente con la idea, Gilot confí­a: «Escuché decir que Picasso habí­a empezado a tener problemas con su virilidad. Conmigo aún era muy potente, pero se estaba haciendo viejo. Aunque hubiera querido dejar a Jacqueline, debe haberlo irritado que su cuerpo lo obligara a ser más fiel que su mente. ¡Ja, ja!»

Gilot dice que hasta Jacqueline, «todas las mujeres y nií±os de la tribu Picasso habí­an dejado espacio para los otros. Yo sabí­a que las otras mujeres le seguí­an enviando a Pablo cartas de amor, y que él les contestaba. Yo siempre habí­a invitado a Maya a pasar las vacaciones escolares con nosotros, y siempre alenté a Maya, Paulo, Claude y Paloma a que fueran amigos. Pero Jacqueline querí­a a Picasso todo para ella».

El derrumbe llegó en 1964, con la publicación de La vida con Picasso , de Gilot. Claude Picasso, que tiene un departamento ultramoderno en Nueva York al lado del de su madre, con espléndidos Picasso y Matisse, retoma la historia al dí­a siguiente. Bajo y robusto como su padre, Claude tiene la inconfundible mandí­bula cuadrada y los profundos ojos negros de Picasso. Todo su cuerpo delata su dolor mientras recuerda el dí­a que vio a su padre por última vez, en 1964, cuando era un estudiante de 16 aí±os.

«Eran las vacaciones de Pascua. Paloma y yo tomamos el tren hacia el sur de Francia, fuimos a la casa que nuestra madre conservaba allí­ y luego llamamos a la casa de mi padre. ¿Podí­a venir a buscarnos el auto, como siempre? No vino nadie. Esperamos durante dí­as, no vino nadie. Finalmente, nos encontramos con Pablo y Jacqueline? ella fue la que más habló. Dijo que Pablo habí­a sido despiadadamente herido por el libro de mi madre y que era culpa nuestra, porque Paloma y yo tendrí­amos que haber impedido que lo escribiera. Dejaron claro que mi padre habí­a terminado con nosotros. Yo me enojé con mi padre, pensé que se estaba comportando como un viejo tonto y débil. Paloma estaba devastada, se sentí­a completamente rechazada. Llamamos, escribimos cartas, todo inútil. í‰l tení­a 83 aí±os, viví­a como un recluso. Cada aí±o yo iba al sur e intentaba verlo. Trepé los muros de su casa, para verlo, pero nunca lo vi.»

Más tarde Gilot continúa: «Picasso demandó a mi editor francés, perdió el caso; apeló y volvió a perder. El dí­a que se anunció el veredicto, me llamó por teléfono. ?Ganaste, bravo, te felicito.’ Tí­pico? admiraba al ganador. En ese juego yo habí­a sido mejor que él, pero si hubiera perdido? ¡me habrí­a despreciado!»

El genio suele hacérselas pagar caro a los que lo rodean, tal como trágicamente lo aprendieron los más próximos a Picasso. Cuando murió, su funeral se celebró en un chí¢teau rodeado por altos muros, Vauvenargues, en Provenza, donde está sepultado. Jacqueline se negó a permitir que Claude y Paloma tributaran sus últimos respetos a su padre o que asistieran al funeral. Claude recuerda: «Nevaba, después llovió. Paloma y yo permanecimos ante las puertas del castillo durante tres dí­as, esperando que nos permitieran entrar, pero Jacqueline habí­a dado la orden de que nos dejaran afuera». El hijo de Paulo Picasso, Pablito, tampoco pudo entrar. Se fue a su casa y se tomó una botella de lavandina. Sufrió una desdichada muerte tres meses más tarde. Pocos aí±os después, incapaces de vivir sin Picasso, tanto Jacqueline como Marie-Thérèse se suicidaron.

Picasso, que temí­a la muerte, no dejó testamento, y eso causó un caos tras su deceso. Según la ley francesa de ese momento, los hijos nacidos fuera del matrimonio no tení­an derecho a la herencia. Gilot, con su fervoroso sentido de justicia, habí­a iniciado antes los procedimientos para que les concediera el apellido Picasso a sus hijos. «Fui Claude Gilot hasta los 12 aí±os, y luego me apellidé Picasso», dice Claude.

Disfrutando en cierto sentido de la ironí­a, Gilot cuenta que usó lo que ganó con su libro para ayudar a Claude y Paloma a iniciar un juicio para convertirse en herederos legales de Picasso. «Llevó aí±os, la ley estaba a punto de cambiar. Pero a consecuencia de la publicidad que rodeó nuestro caso, cambió inmediatamente y Claude, Paloma y Maya pudieron heredar de su padre.» Picasso aún viví­a cuando iniciaron el juicio. «Lo enfureció -asegura Gilot- pero habí­a dado su palabra de que amarí­a y protegerí­a a sus hijos, y no cumplió su promesa.»

Ahora, Claude está a cargo de la Administración Picasso en Parí­s, que se ocupa de los derechos y otros asuntos legales. Es un inventario andante de la obra de Picasso. Admite que ser el guardián de la producción del padre que lo abandonó es una compleja situación emocional: «La vida te enseí±a a perdonar y te da responsabilidades», dice con suavidad.

Traducción: Mirta Rosenberg

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Adios a la mujer flor

Gilot accede a una sesión fotográfica y para nuestra siguiente visita está vestida de azul, con un arco iris en su chaqueta y en su echarpe. «Soy una colorista y adoro la manera en que los colores, uno junto al otro, disputan o cantan», confiesa. Subimos seis pisos en el ascensor de 1893 para ver el estudio bastante espartano que usa para dibujar. Ventanas altas dan sobre el techo del edificio vecino, donde se ven seis colmenas. «Las abejas consiguen polen de las flores de Central Park y regresan volando aquí­ para hacer miel», dice con deleite.

El gran estudio donde pinta, situado junto a su departamento, está repleto de sus coloridas pinturas abstractas, y hay más sobre los atriles. «A Picasso le gustaba mi obra», acota con orgullo. Los anaqueles trepan hasta el techo y, aunque Gilot no tiene obras de Picasso, sí­ tiene docenas de libros sobre su obra. Tentativamente le pregunto si podemos abrir uno donde esté la imagen de La Mujer Flor para una de sus fotografí­as. Gilot alza enfurecida la cabeza, lanzando chispas. «Absolutamente no. ¡Eso es el pasado!», nos espeta.

También se niega a posar junto a su colección enmarcada de fotos familiares, que incluyen varias de sus aí±os con Picasso. «Podrí­a parecer triste, y yo no estoy triste», afirma. Sin embargo, sí­ acepta posar con sus orquí­deas Phalaenopsis, que están en flor. Mientras sitúa su cara serenamente junto a las flores, le pregunto cómo describirí­a su color? parece muy prosaico escribir «púrpura». «Exactamente. Un pintor lo llamarí­a magenta o fucsia», asiente con una sonrisa.

Expresa cierta preocupación por nuestras entrevistas anteriores. «Picasso es una deidad pública y no quiero que crean que lo critico. No me arrepiento ni de un instante del tiempo que pasé con él. Su arte es brillante, pero el hombre tení­a defectos, y he sido honesta sobre el tema -explica-. Sé algunas cosas sobre Picasso que no sabe nadie, y podrí­a decir cosas que lo enfurecerí­an.»

Hizo varias cosas que enfurecieron a Picasso, agrega. Más tarde se casó dos veces, con hombres más próximos a su propia edad. Gilot contrajo matrimonio primero con el artista francés Luc Simon, con quien estuvo casada desde 1955 hasta 1962; la hija de ambos, Aurelia, es arquitecta. En 1970, Gilot desposó a otro «león», Jonas Salk, el descubridor de la vacuna contra la polio. Habla con profundo afecto de los 25 aí±os que compartieron hasta que él murió, en 1995.

Con un brillo triunfal en los ojos, Gilot concluye: «Pablo dijo que mi vida estarí­a acabada cuando lo dejé, que para mí­ no habrí­a nadie más que él. Pero me casé dos veces. ¡Eso fue un sacrilegio! Se suponí­a que sacrificarí­a el resto de mi vida a él, y entonces hubiera sido la historia perfecta de Barba Azul. ¡Yo la arruiné!»

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Graciela Machuca

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