Mario Luis Fuentes/Excelsior

Los datos son devastadores: 55.3 millones de personas en condiciones de pobreza; más de 23 millones en condiciones de vulnerabilidad por carencia de alimentación, y 64 millones de personas con ingresos inferiores a la lí­nea del bienestar; además de más de 14 millones sin acceso al agua potable, y más de 22.4 millones en rezago educativo.

Frente a ello, debe tomarse posición y decir que no es éticamente aceptable que el territorio o la condición en que se nace sean condicionantes de las posibilidades de acceso a las garantí­as requeridas para el cumplimiento pleno de los derechos humanos.

Por ello resulta cuestionable la acotada reacción de las instancias gubernamentales, en todos sus órdenes y niveles; así­ como el silencio de otros sectores, respecto de los resultados de la medición de la pobreza, pues lo que se esperarí­a es que en un paí­s, con los datos mencionados, todos los actores públicos y privados reaccionaran para pensar a lo social en términos de un serio replanteamiento del proyecto nacional.

Esto, porque enfrentamos los resultados de un modelo de desarrollo que es concentrador del ingreso; que no dispone de un sistema institucional con las capacidades para cumplir los múltiples mandatos constitucionales relativos al salario y el bienestar de las personas; y que carece de los instrumentos de polí­tica económica y social para promover un proceso virtuoso de crecimiento con equidad.

Todo esto en medio de un contexto en el que el Inegi nos dice que la tasa de desocupación va a la baja; pero también en el cual el Coneval muestra que el índice de la Tendencia Laboral de la Pobreza se ha incrementado; es decir, en nuestro paí­s hay una enorme energí­a social empleada en trabajos cuya remuneración no alcanza para salir de la pobreza.

Por esto es cuestionable que, ante los resultados, lo que se busque sea el efectismo mediático; por el contrario, lo que deberí­a estar en operación es un intenso diálogo nacional para la igualdad; una convocatoria desde las máximas instancias de decisión, a fin de pensar cómo recomponer lo que tenemos porque, a todas luces, los resultados distan mucho de ser positivos.

La medición histórica de la pobreza, tomando en cuenta sólo los ingresos, nos muestra que estamos exactamente en el mismo nivel de pobreza (53.2% de la población) que el existente en el aí±o de 1992; es decir, enfrentamos un estancamiento de 22 aí±os que bien ameritarí­a un replanteamiento no sólo de las polí­ticas públicas, sino del entramado institucional, es decir, las reglas del juego desde las cuales se piensan y ejecutan las polí­ticas del Estado.

Con todo, resulta sorprendente el hecho de que la evidencia no esté siendo leí­da en el sentido apropiado; pues antes que esgrimir argumentos para justificar los programas gubernamentales, deberí­a replantearse todo el esquema de gobierno: 22 aí±os de estancamiento son muestra de un problema estructural que rebasa, con mucho, la lógica de los programas de asistencia social y superación de la pobreza.

Crecer más, aun reduciendo la pobreza, podrí­a llevarnos a una mayor desigualdad. Alterar esa lógica, es decir, afectar los intereses que buscan mantener el sistema de privilegios vigente, es de lo que deberí­a tratar la discusión en torno al PEF 2016; porque es hora de asumir que la discusión sobre cómo y mediante qué instrumentos se gasta es una decisión, antes que económica, polí­tica y, en ese sentido, irrenunciablemente ética.

Graciela Machuca

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