La mujer más peligrosa de América

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elmundo.es

«Si no puedo bailar, no quiero estar en su revolución», dijo alguna vez la anarquista Emma Goldman, sin imaginar que aquella frase se convertirí­a en un eslogan feminista de los aí±os 70. Por sus apasionados discursos polí­ticos, la inmigrante judí­a ya era conocida en los cí­rculos intelectuales de fines del siglo XIX en Nueva York. Pero como a cualquier veinteaí±era, también le gustaba bailar. En alguna fiesta, uno de sus camaradas le recriminó por hacer movimientos indignos de su doctrina revolucionaria. La chica se enfureció: «Estaba harta de que me arrojaran continuamente la Causa a la cara. Yo no creí­a que una Causa que defendí­a un hermoso ideal, el anarquismo -la liberación y la libertad frente a las convenciones y los prejuicios- negara la vida y la alegrí­a», recuerda Goldman en ‘Viviendo mi vida’, la autobiografí­a recién traducida al espaí±ol por la editorial Capitan Swing.

Así­ entendió Goldman la lucha anarquista que la acompaí±ó siempre: «El derecho a la autoexpresión y a todas las cosas hermosas y radiantes». Su ideologí­a se basaba en un exaltado optimismo hacia la naturaleza humana y en una profunda desconfianza hacia la autoridad. ‘Emma la Roja’, como era llamada en la prensa de aquellos dí­as, fue una activista radical que se asignó la misión de despertar a las masas. Recorrió Estados Unidos para manifestarse públicamente en contra del Estado, el capital y el militarismo, y a favor de los derechos de los trabajadores, el uso de anticonceptivos y el amor libre. Sus convicciones fueron consideradas peligrosas en un paí­s puritano, encaminado a convertirse en la potencia económica mundial, y cuyo orden social podí­a verse amenazado por las crecientes revueltas obreras y la influencia comunista del exterior. Goldman no se detuvo a pesar de las numerosas advertencias. Su empresa vital la llevó a pasar distintos periodos en la cárcel y a ser expulsada del paí­s que habí­a sido su hogar durante 34 aí±os.

Goldman aparece como personaje secundario en la pelí­cula ‘Rojos’ (1981). La actriz que le dio vida, Maureen Stapleton, se llevó uno de los tres premios Oscar que recibió la cinta escrita, dirigida y protagonizada por Warren Beatty. Ahí­ se refleja la amistad entre la anarquista y el periodista John Reed (Beatty), autor de la célebre crónica sobre la Revolución de Octubre, ‘Diez dí­as que estremecieron al mundo’. Se frecuentaban en Nueva York y se encontraron de nuevo en la recién creada Unión Soviética. Goldman habí­a llegado a Rusia tras ser expulsada de Estados Unidos, con la esperanza de ver materializado al fin su sueí±o revolucionario. Pero no tardó en darse cuenta, tras apenas dos aí±os, de las enormes contradicciones y las injusticias cometidas por el régimen bolchevique. En diciembre de 1921 partió a Francia, y al poco tiempo reconoció que habí­a cometido un error al apoyar al Gobierno soviético.

En su momento se involucró en la Guerra Civil en Espaí±a, paí­s que visitó en tres ocasiones. «La resistencia que opuso el pueblo espaí±ol al fascismo y la vanguardia de sus organizaciones obreras reavivaron sus esperanzas de un posible triunfo de la libertad», escribirí­a la sindicalista catalana Lola Iturbe tras conocer a Goldman en 1938. «Su sonrisa era triste. Su mirada penetrante, escrutadora, buscando la verdad de su interlocutor», aí±adí­a Iturbe, cuyas palabras se recogen en el prólogo de ‘La palabra como arma’, otro de los libros firmados por la anarquista.

Pero ni su relación con Espaí±a ni su estancia en la URSS, y tampoco su deportación, están narradas en el primer volumen de su autobiografí­a. «Publicar ambos volúmenes a la vez podí­a hacer demasiado pesada la carga de material de lectura», seí±ala Daniel Moreno, editor de Capitan Swing, quien espera imprimir la segunda parte de la obra el próximo aí±o. Para Moreno, conocer la vida de Goldman significa profundizar en una parte crucial de la historia del siglo XX a través de una enorme red de activistas sociales: «Emma fue pionera en la lucha de muchas cosas que hoy damos por sentadas en Occidente, como el control de la natalidad y una jornada laboral digna».

Emma Goldman y Alexander Berkman EL MUNDO
‘Viviendo mi vida’ se publicó originalmente en 1931. Goldman se habí­a instalado en Saint-Tropez, Francia, donde se vio forzada a la inactividad. «Descubrí­ con gran desconcierto que la vejez, lejos de ofrecer sabidurí­a, madurez y sosiego, suele ser fuente de senilidad, estrechez de miras y rencores. No podí­a arriesgarme a esa calamidad y empecé a pensar seriamente en escribir mi vida», narra en la introducción de sus memorias. También explica que logró terminar aquella tarea gracias a la ayuda de decenas amigos con los que habí­a mantenido una relación epistolar. Y al apoyo de la coleccionista Peggy Guggenheim, quien fuera su principal mecenas.

Goldman nació en 1869 en Kaunas (Lituania) pero su fugaz infancia transcurrió en San Petersburgo. Un padre severo y la pobreza de la Rusia zarista la obligaron a trabajar en una fábrica textil desde los 13 aí±os. Por eso, no dudó cuando se presentó la oportunidad de emigrar a América con su hermana Helena. Las dos jóvenes desembarcaron en Nueva York en 1886, con la expectativa de libertad que prometí­a la nueva tierra. Y se instalaron en Rochester, donde ya viví­a la mayor de las tres. La necesidad las arrojó muy pronto de regreso a la vida obrera.

Emma se casó movida por una ilusión adolescente, pero puso fin a su único matrimonio 10 meses después. «Si alguna vez vuelvo a amar a un hombre me entregaré a él sin que nos una un rabino ni la ley», se prometió a sí­ misma. «Y cuando ese amor muera, me marcharé sin pedir permiso». El relato de su autobiografí­a comienza entonces: divorciada a los 20 aí±os, y recién llegada a la ciudad de Nueva York con una pequeí±a maleta, su máquina de coser y cinco dólares.

La joven ya tení­a claro que su nuevo objetivo serí­a luchar contra la injusticia y la explotación. Habí­a seguido en la prensa los acontecimientos desencadenados a partir del 1 de mayo de 1886, en Chicago, cuando 300.000 trabajadores se pusieron en huelga para exigir una jornada laboral de ocho horas. El 4 de mayo, durante una concentración, explotó una bomba en la plaza de Haymarket por la que ocho jóvenes anarquistas fueron acusados y cinco de ellos ejecutados en la horca. Aquel fue el hecho decisivo que catapultó a Goldman a la acción: «Tení­a la clara sensación de que algo nuevo y maravilloso habí­a nacido en mi alma. Un gran ideal, una fe ardiente, la decisión de dedicar mi vida a la memoria de mis camaradas mártires».

En su primer dí­a en Nueva York, Goldman conoció a los dos hombres que marcaron su trayectoria. El primero, Johann Most, era editor del periódico anarquista alemán Die Freiheit y un prolí­fico orador que animó a la joven a seguir sus pasos. El segundo, Alexander Berkman -Sasha, como lo llamaba ella con carií±o- fue uno de sus tantos amantes y el más fiel de sus camaradas.

En 1892, Berkman cometió «el primer acto terrorista de América» -según su propia descripción- y lo debió pagar con 14 aí±os de encierro. Una huelga masiva en Homestead (Pennsylvania) terminó con una masacre indiscriminada de los trabajadores del acero. Y el joven inmigrante ruso creyó que era el momento para hacer estallar la revolución. Ansiaba decirle al mundo que el proletariado de América tení­a quien le vengara, y estaba dispuesto a sacrificar su vida por la causa. Con el apoyo de Goldman, planeó un atentado contra Henry Clay Frick, presidente de la Carnegie Steel Company. Sasha logró llegar hasta su oficina y dispararle dos veces en el pecho, pero no consiguió matarlo.

Emma Goldman durante un mitin polí­tico celebrado en 1916 en la Union Square de Nueva York EL MUNDO
Goldman se entregó por completo a su actividad de agitadora pública: «Mi odio por las condiciones que obligaban a los idealistas a cometer actos de violencia me hizo gritar con acordes apasionados la nobleza de Sasha, su naturaleza desprendida, su consagración al pueblo». Los periódicos se preguntaban: «¿Por cuánto tiempo se le permitirí­a continuar a esa peligrosa mujer poseí­da por la furia?». Y la policí­a no tardó en actuar. En 1893, después de encabezar una marcha de mil personas portando una bandera roja, la joven fue arrestada por incitar a la revuelta y condenada a pasar un aí±o en prisión.

En su autobiografí­a, Goldman reconoce que la penitenciarí­a de la isla de Blackwell fue su mejor escuela. No sólo pudo leer a los teóricos que más influenciaron su pensamiento, como Emerson, Thoreau, Whitman y Nietzsche. También realizó prácticas como enfermera, un oficio al que se dedicó en los distintos momentos en que su libertad volví­a a verse amenazada. Goldman abrazó una nueva causa a raí­z de aquella actividad. Después de ejercer de comadrona con las obreras comenzó a defender el derecho al control de la natalidad. «Me impresionaba la ciega y fiera lucha de las mujeres de los pobres contra los frecuentes embarazos. La mayorí­a de ellas viví­a en un continuo terror de la concepción», recuerda.

La defensa de la emancipación femenina la llevó a emprender otro recorrido por el paí­s, en el que también predicó su doctrina del amor libre: «Exijo la independencia de la mujer, su derecho a mantenerse a sí­ misma, vivir para ella, amar a quien le plazca, o a tantos como le plazca. Exijo libertad para ambos sexos, libertad en la acción, en el amor, en la maternidad», clamaba en los mí­tines. Sus reivindicaciones eran escandalosas incluso para los más progresistas, y la volvieron a llevar a prisión. Hablar en público sobre sexo y anticonceptivos era considerada una actividad ilegal en 1916.

Goldman fundó la revista de polí­tica y literatura Mother Earth, a la que se incorporó como editor Alexander Berkman al recuperar su libertad. Juntos participaron más tarde en una lucha activa contra la entrada de Estados Unidos en la guerra europea. Pero en 1918 fue aprobada la Ley de Sedición, que establecí­a multas y penas de cárcel para aquel que se manifestara contra el Gobierno. Ambos fueron arrestados y deportados un aí±o después. «América ha entrado en la guerra para hacer del mundo una democracia más segura, pero primero debe asegurar una democracia segura en América», declaró la anarquista antes de partir.

Aunque no volvieron a involucrarse sentimentalmente, Goldman y Berkman continuaron su vida juntos: primero en la URSS y más tarde en Saint-Tropez. Allí­ se suicidó Berkman en 1936. Goldman se involucró en nuevas luchas, entre ellas la Guerra Civil espaí±ola. Murió en Toronto en 1940. Un derrame cerebral fue lo único que la pudo callar.

Graciela Machuca

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