Benito Taibo
Me enteré que un muchacho de Monterrey, lleva tres dí­as acampando fuera de una sucursal de Apple en Nueva York, para ser uno de los primeros en comprar el Iphone 6. Para ser exactos, este personaje serí­a el número cinco en la lista de los que tendrí­an en su poder el nuevo teléfono que ha causado una pequeí±a revolución en el mundo entero.
Y yo, que abomino las colas (por desesperado y porque las multitudes me ponen nervioso), y que soy capaz incluso de no tomar el café prometido si hay más de cinco personas delante mí­o esperando, no lo entiendo.
Nos estamos convirtiendo en una sociedad ”tecnodependiente» (si no es que ya lo somos) y cada nuevo lanzamiento de un ”gadget» genera una suerte de expectativa tal, que parecerí­a que el mundo va a cambiar completamente.
Pero la velocidad con la que aparecen nuevos instrumentos tecnológicos ha superado nuestra capacidad de compra de los mismos y también nuestra forma de adaptación al medio.
Yo tuve un iphone, confieso. Justamente el aí±o que duró mi contrato con la compaí±í­a telefónica, y no creo haber usado ni siquiera un 5% de sus capacidades y utilidades. Descubrí­ muy pronto (para mi mal y para mi bolsillo) que lo que querí­a, era sencillamente un teléfono celular para poder hablar a casa cuando se me hací­a tarde o para resolver cosas urgentes, y que el más barato (que costaba una fracción apenas de lo que pagué) cumplí­a perfectamente ese propósito.
No juego plantas contra zombies, no subo fotos a Instagram, no necesito para nada una supercalculadora, y difí­cilmente uso el famoso gps; prefiero preguntar a los transeúntes sí­ estoy perdido (ustedes saben, se baja la ventanilla del coche, se saluda amablemente y se siguen las instrucciones que te dan después de agradecer la deferencia).
-¿Tiene Wifi?- Le oí­ preguntar a una muchachita al taquero de mi colonia, que la miró sorprendido.
-No. Pero hay moronga.- respondió con una nerviosa sonrisa.
Pero la muchachita se marchó, con un mohí­n de disgusto entre los labios. No querí­a tacos, querí­a seí±al. Una seí±al que de tan deseada parecerí­a que condujera a la catacumba donde aguarda impacientemente a ser descubierto, el santo grial.
Hordas de jovencitos buscan el wifi como en otros tiempos se buscaba el Dorado o el camino de la iluminación.
¿De dónde salió esta necesidad casi absurda de estar permanente comunicados?
No lo sé.
Lo que me sorprende es que ese afán comunicador está interrumpiendo las comunicaciones cara a cara.
La muchachita encontró un lugar con seí±al y ahí­ se sentó (vení­a con su novio) y se echó más de media hora mandando mensajes de texto a alguien (o a muchos, que también se puede), mientras contestaba con monosí­labos al pobre tipo que la acompaí±aba, mirándola con ojos de borrego, y que al final hasta pagó la cuenta.
Tengo la sensación que muchos están perdiendo el tiempo de manera miserable comunicándose con otros y no con los que tienen frente a su narices.
El muchacho de Monterrey que duerme a la intemperie esperando su nuevo teléfono y la chica que despreció los mejores tacos de moronga del mundo (me consta) viven en una suerte de inmediatez que les impide darse cuenta de todo lo que hay alrededor y que puede resultar asombroso.
No vieron el momento mágico de la puesta del sol (con su rayo verde incluido) porque estaban bajando una persecución de coches en Denver en tiempo real.
Y por ver de más, más lejos, no verán el prodigio de lo cercano.
No soy un amarguetas antitecnológico. Negativo. Sirve y sirve mucho. Me permite, por ejemplo escribir lo que ahora escribo y compartirlo con ustedes.
Pero lo que seguramente no saben, es que me detuve hace unos segundos a admirar al colibrí­ que llegó hasta mi ventana.
Y no necesité wifi para ello.
Ese aleteo diminuto y frenético, era otro tipo de seí±al.

Graciela Machuca

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