Palabra de Antí­gona, Mujeres y Fuero Militar

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Por Sara Lovera

Desde hace casi 20 aí±os, tras el artero ataque sexual que vivieron tres indí­genas tzeltales en Altamirano, Chiapas, en abril 2004,  se desempolvaron decenas de agravios militares contra civiles hombres y mujeres, que han ido a parar a los archivos del Ejército, argumentando que los crí­menes de los militares se juzgan entre ellos, reafirmando la impunidad y burlando a las leyes sistemáticamente.

El 10 de agosto pasado, la Suprema Corte de Justicia ha dictaminado, sin discusión: «Nunca debe ser juzgado un militar por un tribunal militar cuando la ví­ctima del delito sea un civil y se hayan violado sus derechos humanos en consecuencia de ese delito», seí±aló el  ministro Arturo Zaldí­var. Se ha conseguido jurisprudencia a propósito de un coronel acusado de encubrir el homicidio de un joven morelense en 2011.

Lo mismo habrí­a ocurrido con el caso de Rosendo Radilla, que hizo que Felipe Calderón enviara una iniciativa, una de varias que se archivaron en el Congreso de la Unión, para derogar el fuero militar, un mecanismo siniestro que ha impedido hacer justicia, en decenas de casos, desde la época de la guerra sucia en México.

Y nada parecí­a suceder. Ha tenido que ser la Corte, en segunda ocasión, la que ponga un freno a esta situación.

Apenas ayer el general retirado José Francisco Gallardo -perseguido hace aí±os por querer introducir en el Ejército el respeto a los derechos humanos- explicó en un programa de televisión que todaví­a no se tramite, que la actual administración castrense, a cargo de Guillermo Galván, ha «perdonado» al menos a mil militares que han incurrido en crí­menes contra civiles, como si viviéramos en un régimen militar y no civil. Eso, al menos constituye una alerta fenomenal que parece no ser acotada por la reciente definición de la Suprema Corte y nos coloca de cara a algo mucho peor.

La justificación para juzgar a militares por militares y el tema del perdón es inadmisible. Se ubica en un ordenamiento de la Ley de Servidores Públicos, explicó el general que otorga «discrecionalidad» al secretario de la Defensa, para aplicar la sanción o «perdonar», es decir una ley exclusiva que ha permitido a los militares cometer fechorí­as, sin ser sancionados.

Estamos como puede verse a la mitad del camino. ¿Para qué servirá el mandato de la Corte? si no se han movido un ápice las leyes que permiten a los militares cometer toda clase de arbitrariedades en el ejercicio de sus funciones y las que no lo son, como esas de actuar como policí­as?

Ahora, dice la Corte, los militares con uniforme o no, en funciones o no, que cometan ilí­citos deben ser juzgados por los mecanismos civiles. ¿Y el pasado?

Me pregunto si la ley será aplicada para más de 20 amparos que tienen las autoridades por estos abusos; si será posible reabrir el caso de las indí­genas tzeltales en Chiapas o de las indí­genas loxichas en Oaxaca, si ello abarcará las denuncias recientes, recopiladas por la periodista Soledad Jarquí­n, sólo en Oaxaca; si cesará la demanda reiterada de Valentina Rosendo e Inés Fernández, de Guerrero, a quienes no se les ha cubierto la reparación del daí±o, hace casi una década, desde que fueron atacadas por militares en su propia casa.

¿Debemos tener esperanza? Si los casos están documentados y las demandas han llegado, para nuestra vergí¼enza hasta la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos (CIDH) y el propio tribunal del mismo carácter. Es como dar vueltas a la noria, sin conocer cuando habrá justicia.

La Corte es clarí­sima: el tribunal máximo resolvió que si los militares no están uniformados, pero están en activo, deberán ser considerados como miembros del Ejército y sancionados según las funciones que realicen y los delitos o faltas cometidas.

La resolución fue adoptada tras el análisis de una impugnación interpuesta por civiles contra del coronel de infanterí­a José Guadalupe Arias Agredano, acusado de encubrir el homicidio del joven Jethro Ramsés Sánchez por parte de un grupo soldados en la ciudad de Cuernavaca, Morelos, en mayo de 2011.

Ello es tan claro como la letra del artí­culo 13 de la Constitución, que establece que el fuero de guerra, debe ser interpretado de manera restrictiva, de tal modo que «los delitos cometidos por militares contra civiles nunca sean juzgados por los tribunales castrenses». Existen cuando menos seis amparos  relativos a ejecuciones extrajudiciales de civiles presuntamente ordenadas por un coronel y un teniente en el mismo estado entre 2009 y 2010.

Los ministros también analizarán el caso de Otilio Cantú, un joven que fue asesinado por militares comisionados a la policí­a estatal de Nuevo León, en abril de 2011.

La sentencia establece que en casos de violaciones a derechos humanos de civiles por integrantes del Ejército no debe operar la jurisdicción militar. ”En mi opinión se trata de un delito cometido por un militar que viola derechos humanos de civiles. La ví­ctima del delito es un civil y, consecuentemente, la jurisdicción es de un juez ordinario», sostuvo el ministro Arturo Saldí­var.

Hoy, la  Corte aún deberá resolver otro conflicto de competencias y 28 amparos sobre el fuero militar, de los que se desprenderán criterios obligatorios para los tribunales del paí­s, en cumplimiento de la resolución de la CIDH en el caso Radilla, que ordenó acotar el fuero militar en casos de violaciones a derechos humanos.

Habrí­a que recordar otras lí­neas, de Soledad Jarquí­n, de apenas hace un mes cuando seí±ala que «la sociedad mexicana no deberí­a permitirlo y sí­ condenar en todo sentido la violencia contra las mujeres, más aún cuando en este tipo de actos delictivos están involucrados policí­as o militares» y aí±ade «en muchos casos las mujeres y las nií±as son objeto de violencia sexual que ha sido utilizada como una forma de tortura. Un acto inconfesable que nos habla y hasta mide de la calidad moral y de la tolerancia ciudadana».

El recuento es largo, en julio de 2006 el paí­s conoció de la violación sexual cometida en contra de 14 mujeres, eran tiempos electorales y los perpetradores de tales actos eran elementos del 14 Regimiento Motorizado del ejército mexicano que estaban en Monclova, Coahuila, para cuidar la paqueterí­a electoral. En ese crimen participaron, al menos, 12 militares. Y sólo cuatro fueron condenados, hoy tres de ellos purgan alguna condena. Esta pendiente el proceso contra otro que se dio a la fuga.

Se pierden en la memoria los casos de ví­ctimas en las zonas indí­genas de Chiapas, no sólo las tres jóvenes Tzeltales, hay una civil, cuyo caso se cerró. Lo de las Tzeltales está pendiente en la CIDH, y en Oaxaca, también nos recuerda la periodista Jarquí­n, ni siquiera hubo denuncia, las indí­genas zapotecas del pueblo Loxicha fueron amenazadas y advertidas de que si les caí­an en mentiras u omisión, ellas mismas serí­an las acusadas. Nadie ha movido un dedo para que los dos detenidos, tras cinco aí±os de la desaparición forzada de las hermanas Daniela y Virginia Ortiz Ramí­rez, digan dónde están.

Jarquí­n seí±ala sin ambages que a partir de 2006, se han documentado otros casos de violencia en la que están involucrados policí­as o militares en Veracruz y en Michoacán, pero también existen reportes de hechos similares en Baja California, Chihuahua y Estado de México, el último puesto sobre la mesa de nueva cuenta como resultado de la contienda electoral: Atenco donde policí­as cometieron abuso sexual contra 26 mujeres, bueno ese es el número de las que denunciaron, y hasta ahora nadie ha sido castigado, mal precedente para las mexicanas como auguran las feministas.

Y los reportes son innumerables, el paí­s entero lo vive sin chistar.

Se trata de una injusticia vergonzosa, de alcances insoportables. Salen y salen resolutivos internacionales sin que nadie se altere. Ahora mismo la noticia de la Suprema Corte pasó inadvertida. Mientras se sigue esperando un indicio de justicia.

Lo más grave es que el atropello continúa. Apenas el 13 de julio pasado, volvimos a ver cómo ex policí­as participaron en la violación de cinco jovencitas en un paraje de Huixquilucan, Estado de México.

Los casos de violencia y homicidio de mujeres  se comentan en las redes sociales, como un mal que se soporta. En la última semana se han colocado denuncias diversas, asesinatos y desapariciones de mujeres, en algunos de ellos están implicados militares.

Tengo que recordar aquí­ un recuento minucioso que también Soledad Jarquí­n hizo en 2008, entonces la cuenta era tremenda. Yo misma escribí­ el 25 de septiembre de ese aí±o que en México se han podido documentar atropellos sexuales, violaciones, abusos y asesinatos al menos a 80 mujeres a manos de militares entre 1956 y 2008, según el texto de Jarquí­n leí­do en una reunión celebrada en San Diego, California, EEUU.

En todos estos casos no fueron juzgados ni castigados los militares, excepto en los tres mencionados por el caso de Castaí±os, Coahuila, que la periodista, premio nacional, documentó en campo y durante las audiencias.

Yo entonces reflexionaba sobre este informe lacerante, que era evidente que la polí­tica del Gobierno mexicano al enviar militares a poblaciones civiles con diversos pretextos favorece la impunidad  de que gozan miembros del Ejército Mexicano a la hora de realizar acciones, ya sea en combate a la delincuencia organizada o en tareas de persecución y represión, pues cometen violaciones sexuales a las mujeres y el cuerpo femenino se convierte en un botí­n de guerra.  La cuenta ha ido creciendo.

Mientras   la legislación mexicana aplica medidas de excepción, cuando los militares cometen delitos comunes, prohibidos por la Constitución y considerados de origen civil, por lo que todos los casos los juzga el propio ejército.

Y pese a la prohibición que impide a los militares ser juzgados en forma extraordinaria y los acuerdos internacionales que los Estados Unidos Mexicanos han signado, hay una larga lista de agravios a mujeres, las cuales van desde violencia sexual hasta el asesinato.

DENUNCIAS, PERO NO RESPUESTAS

En los hechos ocurridos en distintas épocas en Oaxaca con las comunidades Triquis, hubo denuncias pero no respuestas, y las sufridas por las zapotecas de Loxicha, no originó ninguna denuncia.

Como si el tiempo estuviera congelado, en aquellos dí­as de 2008 , se planteaba que  el grave problema de México, es que ”tenemos a un ejército patrullando las calles en una postura que no es totalmente apegada a derecho, según  el Artí­culo 129 de la ley suprema mexicana y, por el otro lado, las mujeres agredidas —-como los hombres– se están enfrentado a otras ”excepciones» que dan impunidad a los integrantes de las fuerzas armadas mexicanas.

Por ejemplo, en Chiapas, hace 18 aí±os tres mujeres indí­genas fueron violadas por un grupo de militares apostados en Altamirano, un pueblo que da entrada a la zona de Las Caí±adas, donde operaba el Ejército Zapatista de Liberación Nacional.

Este caso, profusamente documentado, con denuncia y seguimiento jurí­dico, llegó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Sin embargo, hasta ahora  no hay un solo soldado detenido.

Sobre la comunidad Triqui, también Soledad recordaba que  parafraseando a un grupo de luchadores sociales de la región Triqui se  asumí­a que: ”El papel que el Ejército ha tenido, es el de asesinar, violar a las mujeres, quemar sus casas y robar, con el pretexto de hacernos aparecer como ”gavilleros», ”robavacas» y ”delincuentes».

Lo cierto es que hace 67, 18 o dos aí±os, las mujeres son ví­ctimas del abuso histórico y genérico, pero la violación es sí­ntesis de la sexualidad dominante en una cultura que expropia, se apodera y conculca a todas las mujeres su cuerpo y sexualidad erótica y procreadora. La violación es el hito de la cotidianeidad de la mujer —-”cuerpo-para-otros»–, podemos decir  citando a las especialistas.

Es así­ como el cuerpo de las mujeres es considerado ”botí­n de guerra», porque en el patriarcado es un objeto. Entonces se ejerce sobre ellas la violación como una forma de venganza contra el enemigo, se les menoscaba y se les humilla.

Hoy no hay más que decir. Lo que se tiene que generar es una conciencia cí­vica, buscar que las mujeres actúen de manera colectiva, de esta manera la resistencia del Estado para aceptar su responsabilidad serí­a más difí­cil. Y es tiempo, considerando los argumentos de la Suprema Corte, que la nueva legislatura finalmente se pronuncie y derogue el Código del Fuero Militar, que Manlio Fabio Beltrones detuvo en 2010 en el Senado y los diputados archivaron desde 2005, al menos tres iniciativas de las diputadas. Quehacer hay, hay que ponerse a trabajar, sin dilación.

Graciela Machuca

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